Plegarias atendidas by Truman Capote

Plegarias atendidas by Truman Capote

autor:Truman Capote [Capote, Truman]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Humor, Sátira
editor: ePubLibre
publicado: 1987-01-01T05:00:00+00:00


II. KATE McCLOUD

«Quizá sea una oveja negra, pero mis pezuñas son de oro».

P. B. JONES (bajo los efectos de la gripe).

Durante esta semana, mi santa jefa, Miss Self, me envió a siete «citas» en tres días, aunque alegué de todo, desde bronquitis a gonorrea. Y ahora intenta convencerme para que aparezca en una película porno («escucha, P. B., cariño. Es una producción de calidad. Con guión. Puedo conseguirte doscientos diarios). Pero no quiero meterme en esas historias, y menos ahora».

De todas formas, anoche tenía la sangre demasiado rizada, me sentía demasiado intranquilo como para dormirme. Era imposible, y es que no podía estar aquí tumbado, despierto, en mi divina celda del YMCA. escuchando los pedos de medianoche y los lamentos de las pesadillas de mis hermanos cristianos.

De modo que decidí recorrerme la calle Cuarenta y dos oeste, que no cae muy lejos de aquí, y buscar una película en uno de esos palacios del cine abiertos toda la noche y con aroma a amoníaco. Cuando me puse en camino, eran más de la una y el itinerario de mi paseo me llevó por nueve manzanas de la Octava Avenida. Prostitutas, negros, puertorriqueños, unos cuantos blancos y, en realidad, todos los estratos sociales de gente de la calle, los lujuriosos chulos latinos (uno con un sombrero blanco de visón y una pulsera de diamantes), los cabeceantes heroinómanos dando cabezadas desde los portales, los chaperos, entre los cuales los más valientes eran los gitanos, puertorriqueños y rudos montañeses fugitivos de no más de catorce o quince años («Señor, ¡diez dólares! ¡Fólleme toda la noche!») que rondaban por las aceras como un águila ratonera sobrevolando un matadero. Y, de vez en cuando, el coche de la policía patrullando, con sus pasajeros desinteresados y sin ver nada, al haberlo visto todo hasta tener reuma en los ojos de ver el espectáculo.

Pasé por delante del Loading Zone, un bar de sadomasoquistas entre la calle Cuarenta y la Octava Avenida, y vi a una pandilla de chacales con cascos de cuero y chaquetas de cuero, aullando y riéndose, apiñados en la acera alrededor de un joven vestido exactamente igual que ellos, el cual, inconsciente, estaba tendido en el suelo entre el bordillo y la acera, y todos sus amigos, colegas, torturadores o como coño quieran ustedes llamarles, se le estaban meando encima, empapándole de pies a cabeza. Nadie se fijaba. Bueno, se fijaban, pero sólo lo suficiente para moderar un poco sus movimientos. Todo el mundo pasaba de largo, todos excepto una pandilla de prostitutas indignadas, negras, blancas, y de ellas por lo menos la mitad travestís, que no cesaban de gritarles a los meones («¡Ya vale, eh, ya vale, maricones, maricones de mierda!») y de golpearles con sus bolsos hasta que los chicos de cuero empezaron a regarlas de arriba abajo, riéndose aún más fuerte, y las «chicas», con sus pantalones elásticos y sus pelucas surrealistas (arándano, fresa, vainilla, dorado afro), salieron corriendo, volando calle abajo con alas en el culo y chillando, aunque divertidas: «¡Maricas.



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